lunes, 31 de diciembre de 2007

Ados@dos

Juan Margallo y Petra Martínez

ADOS@DOS
El teatro debería estar prohibido por el código penal
Por Alejandro Cabranes Rubio

El María Guerrero despedía la programación de 2006 con un montaje sobre Mihura titulado Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal. En él, varios personajes esperaban (baldíamente) en una especie de limbo a su autor para empezar a tener vida propia: el teatro era incapaz de representar los dramas y las comedias humanas, el absurdo de la existencia. Ahora Juan Margallo estrena en el Español Ados@dos una pieza, como la anterior, que partiendo de unas reflexiones sobre la naturaleza del teatro habla también del mundo que nos vivimos, sin tener que someterse a los dictados de la “dramaturgia acabada”. La diferencia estriba en qué aquí ya no hay ni siquiera personajes, sino sólo dos actores –Petra Martínez y el propio Margallo- que llegan incluso a rebelarse contra su trabajo.

El texto participa de esa insurrección contra el mundo contemporáneo. Sin solemnidad Ados@dos arremete contra la obsesión por la seguridad, la xenofobia instalada en la clase media, la neurosis de nuestra sociedad por “estar sanos” tomándonos múltiples medicinas que no sirven muchas de ellas para nada: la vida sigue y de acuerdo pasa el tiempo perdemos facultades… ¿El confort lleva de verdad aparejado la “simplicidad”? Margallo diría que no a tenor de las imbecilidades que hay que rellenar en la declaración de la renta…

Esa “enajenación” hacia una clase de vida alienante tiene su correspondencia en algunos elementos de la puesta en escena: esos focos que giran sobre sí mismo y que iluminan a los propios espectadores; el carro con cocina que aparece y desaparece de la escena con sólo pulsarse un mando; el robot de cocina (ni más ni menos que R2D2) que actúa a su antojo trasladándose por las tablas; el helicóptero que sobrevuela alrededor de Margallo y Martínez… Elementos cuya introducción en la trama es completamente arbitraria, trucos de ilusionista que son fruto del carácter manipulador del teatro. Artificio que ya queda subrayado en la primera ¿escena? en la que los dos actores desayunan y actúan simétricamente, de manera inhumana…

En tales condiciones, ¿cómo es posible abogar por un “teatro libre”, improvisado? Margallo y Martínez lo tienen muy claro: por mucho que se improvisen los monólogos y se interpele al público para que este decida el final de la obra; por más que se mande a freír espárragos al apuntador y se compartan experiencias intimas sin que haya una estructura dramática férrea de por medio; al final todo lo relacionado con el teatro es impostado. Se pactan los momentos de lucimiento dramático de los actores (y para resaltarlos se emplean luces más o menos intensas que los hagan brillar más), y al final todo lo que se ve en la sala “está previsto”…

…Y sin embargo nos encanta. Porque el teatro –a pesar de vampirizar tanto como la televisión, tal como se pone en evidencia durante la representación- es cercano, profundamente humano, divertido, nos hace pensar sobre nuestras propias limitaciones: nos hace sentir vivos. Por eso, en Ados@dos, tal como también ocurría en Barroco de Tomaz Pandur, se llega a citar el día exacto en el que tiene lugar el espectáculo. Si en aquella ocasión esa cita formaba parte de un bastante curioso discurso sobre la naturaleza de la historia y sobre un tiempo ¿indefinido?; en Ados@dos sólo sirve para recordarnos que estamos aquí y ahora compartiendo un buen rato, con dos actores espléndidos, y que a pesar de que hay veces que se dilata un poco la función, recupera fuelle por su ingenio, por su sentido de la búsqueda hacia otras formas de teatro. Tal como ocurría en el María Guerrero con Las visitas deberían estar prohibidas por el código penal.

Arthur y los Minimoys

ARTHUR Y LOS MINIMOYS
El rey Arturo en el país de Oz
Por Alejandro Cabranes Rubio
Las primeras imágenes de Arthur y los Minimoys muestran las hojas de un libro encuadernado artesanalmente. El pasar de los folios nos hace viajar al reino de la fantasía en un mundo que cada vez la necesita más. El pequeño Arthur (Freddie Highmore) ha construido su pequeño refugio construido con coches de juguete, tribus que proceden de lejanas tierras; sistemas de riego inspirados en los de la Antigua Roma… Un lugar apartado de los especuladores que quieren expropiar la casa de su abuela (Mia Farrow), quien añora a su marido, ausente desde que fuera a buscar el tesoro que escondió en su jardín con ayuda de los Minimoys, unos seres fantasiosos amenazados por el malvado Meltazar. Como la Dorothy de El mago de Oz, Arthur debe viajar a países que escapan los límites de lo conocido… Como si fuera el protagonista de la leyenda Artúrica arranca una espada clavada en una piedra, demostrando el poder de la pureza y la imaginación ante la rutina. Dialéctica que se establece en un plano en el que Arthur sopla las velas de su cumpleaños; y sus deseos quedan vinculados al inserto de una rueda de molino detenida que anuncia la llegada de la magia…

Al frente de semejante historia, a la cual no vamos a valorar de entrada por emplear determinadas convenciones tópicas, se encuentra Luc Besson, el enfant terrible del cine europeo para derribarlas con su personalidad. En ese sentido la presentación del país de los Minimoys, el travelling que relacionan a Arthur por primera vez con sus habitantes; o las panorámicas que ponen en comunicación sus peripecias allí con la casa de la abuela saben expresar el poder fascinador de una fantasía construida con una estructura ritual en virtud de la cual se accede al conocimiento. De esta manera Arthur y los Minimoys se adhiere al terreno de la fábula, insuflándola con realidades muy vigentes hoy en día como la especulación inmobiliaria. Justo es reconocerlo, el filme cuenta con instantes de cierta fuerza melodramática como en el que la Abuela deposita en una caja otra hoja más de un calendario que indica los días transcurridos desde que su marido desapareciera.

Es una lástima que varios impedimentos dejen a la película en el terreno de la mera corrección. Entre ellos, el carácter formulario de algunas situaciones, el uso de subrayados (cf. el primerísimo plano de los dientes de Meltazar ;el otro primerísimo plano de un villano pisoteando el cochecito de Arthur), momentos algo mecánicos, cierta precipitación en la traca final de la historia, y un gusto por el detalle coyuntural que no escamotea homenajes al cine de Tarantino… Flaquezas que restan densidad atmosférica a la historia y la embarga de vulgaridad, deshaciendo su componente mágico. A pesar de ello, Arthur y los Minimoys queda como una pequeña curiosidad, sin pretensiones y tiempos muertos, y que en su conjunto nos hace despertar la curiosidad de abrir los libros de nuestra niñez, por más que quede muy lejos de lo conseguido por Gabor Csupo en Un puente hacia Terabithia (2007).

Mariano Alameda

Un pequeño juego sin consecuencias

ENTREVISTA: MARIANO ALAMEDA
Por Alejandro Cabranes Rubio

Un pequeño juego sin consecuencias es una comedia de Jean Dell y Gérald Sibleryas, recompensada con cinco premios Moliére, puesta en escena por José Luis Alonso de Santos. Protagonizada por Mariano Alameda Alexandra Jiménez, Luis Rallo, Natalia Barceló y Eduardo Antuña; Un pequeño juego… nos describe la historia de una pareja joven (Bruno y Clara) que simulan haber roto para poder reflexionar sobre la rutina que se había adueñado de su relación. Mariano Alameda nos habla de esta comedia de enredo y del inicio del proyecto.

Mariano Alameda: La información me llega a través de mi representante que me consulta si me interesa el proyecto. Lo leo y en la página siete le contesto diciendo que sí. Las referencias eran espectaculares en Francia, y me gustaba el director y el proyecto de producción.

¿Cómo definiría a Bruno, su personaje?

M.A.: Es un apático comodón que no se da cuenta de que su chica está harta de la felicidad rutinaria que él la proporciona. Por otra parte, es un neurótico preocupado de su propia imagen y que no entiende las reacciones de los demás. Un tipo simple y sencillo al que no le gustan las variaciones emocionales de la gente porque no soporta las propias.

Bruno comparte con muchos de sus personajes anteriores el hecho de que se ve obligado a enfrentarse a la verdad. Dorian Gray perecía en el intento de eliminarla. El Doctor Cukrowicz de De repente el último verano renuncia a una ingente cantidad de dinero por defenderla. Pedro, el papel que interpretabas en La noche de los girasoles, lograba escapar de ella a través de la corrupción en su alma. El Noberto de La malquerida era víctima de una mentira. Incluso el Diego de Aquí no hay quien viva terminaba aceptando su homosexualidad. ¿Es consciente de esta particularidad o es totalmente involuntario?

M.A.: Los personajes que llegan a mi vienen siempre como un proceso de enseñanza para que el actor que los interpreta integre su sombra y su luz en una identidad común. El trabajo del actor es terapéutico en si mismo porque amplia los conceptos del ego auto referencial del actor. En mi caso el camino de los personajes viene a integrar aspectos de uno mismo. El arte dramático es una psicomagia conductista para el intérprete. Todos los personajes son mis hijos y mis padres. Después de tantos años en el camino de la sabiduría perenne y trabajando como actor me he cerciorado de que la verdad sólo es lo que es útil.

Una de las particularidades de la obra consiste en que el acceso al conocimiento de la verdad se consigue a través de la creación de un juego y de la mentira…

M.A.: El proceso que siguen los personajes viene dado más por la sabiduría de su propio inconsciente que por sus decisiones conscientes. El juego en la función es el sistema que los personajes utilizan para darse cuenta de su insatisfacción y de la necesidad de una mejora ostensible de sus vidas. Al final, las aguas vuelven a su cauce. El actor y el director buscan la sanación amorosa de los personajes a través de la crisis. Ya sabes que “crisis” y “oportunidad” en chino es la misma palabra.


La noche de los girasoles
Una de las particularidades de la obra consiste en que el acceso al conocimiento de la verdad se consigue a través de la creación de un juego y de la mentira…

M.A.: El proceso que siguen los personajes viene dado más por la sabiduría de su propio inconsciente que por sus decisiones conscientes. El juego en la función es el sistema que los personajes utilizan para darse cuenta de su insatisfacción y de la necesidad de una mejora ostensible de sus vidas. Al final, las aguas vuelven a su cauce. El actor y el director buscan la sanación amorosa de los personajes a través de la crisis. Ya sabes que “crisis” y “oportunidad” en chino es la misma palabra.

Los personajes en la obra parecen querer escaparse del espacio escénico, éste se empequeñece a lo largo de la función y los oprime en una espiral de conformidad y aburrimiento; y metafóricamente Bruno casi se ahoga en un estanque. ¿Tan horrible es su realidad?, ¿a qué achaca la carencia de iniciativa y el avance del conservadurismo tanto en la obra como en la vida real?

M.A.: A la individualidad enfermiza e ilusoria que nos condiciona el sistema. La búsqueda del éxito está basada en aspectos que jamás te lo pueden dar porque son deseos insatisfactorios en si mismos. Las personas se ahogan en su propio ego intentando satisfacerlo cuando sólo su propia superación trae la tranquilidad. La verdadera revolución es conocer quién es uno mismo.

Los personajes toman conciencia de haberse convertido en los protagonistas de anuncios familiares de galletas justo en el momento en el que las relaciones internacionales han experimentando una profunda convulsión a raíz del 11S y la Guerra de Irak, despertando bastantes conciencias dormidas. ¿Hasta qué punto Un pequeño juego sin consecuencias puede interpretarse como un reflejo de la sociedad actual y como una involuntaria metáfora sobre el mundo de hoy?

M.A.: Depende de la sagacidad del espectador. Sólo la interpretación del observador es la que da sentido a la obra. Las obras maestras del arte funcionan en varios niveles de conciencia. Esta obra es un entretenimiento para todos y depende del observador su interpretación más profunda. Me parece curioso lo que dices.

Precisamente todas estas miserias morales encuentran en lacomedia un marco escénico y en un momento en el cual se apuesta por el drama como vehículo de expresión natural de los “temas serios”. ¿Por qué esnecesaria la comedia?

M.A.: Porque el saber y la risa se confunden.

¿Cómo ha vivido su regreso al género después de protagonizar una obra de Tenneessee Williams y un drama desalentador como La noche de los girasoles?

M.A.: Como el péndulo que después de llegar totalmente a la derecha empieza a ir totalmente a la izquierda.

Su penúltimo trabajo visto, La noche de los girasoles, se ha convertido en uno de los booms más señalados del cine español. ¿Qué tiene que aportar el cine de género a nuestro país?

M.A.: No creo que La noche de los girasoles sea una película de género. Creo que es un film que mezcla varios géneros y por eso es una ventana fresca en el panorama actual. Es una película joven muy vieja.

El cine se ha resentido mucho de las descargas por internet y la piratería mientras el teatro sigue gozando de su misma mala salud de hierro por la necesidad de acudir físicamente al escenario. Habida cuenta de que has participado en un Estudio 1 me interesaría saber tu opinión sobre la conveniencia o no de filmar representaciones, una práctica que nada tiene que ver con el cine-teatro.

M.A.: El teatro grabado y emitido por televisión se queda en tierra de nadie. El teatro es eterno porque nace con el hombre. Porque es una vivencia artística real, en el presente continuo, efímero como la existencia y mediadores tecnológicos. Lo antiguo lo es porque lleva eras perdurando.

Teniendo en el escaparate social el caso Albéniz, ¿qué diría a los representantes políticos sobre la necesidad de teatro?, ¿qué medidas cree que se deberían adoptar para promocionarle?

M.A.: Prefiero que opine alguien que conozca mejor el tema. Yo ensayo y actúo: no conozco el mundo de las ayudas políticas ni los temas empresariales teatrales. Espero que no lo cierren y que siga siendo un sitio mágico de elevación artística.

El retrato de Dorian Gray
Ha compaginado tu carrera como actor con otras actividades tipo empresariales. ¿Qué tiene que ofrecer el Centro Nagual que has inaugurado?

M.A.: Ayuda a la gente con inquietudes existenciales a conocerse a sí mismo y descubrir el misterio de lo no conocido. También a señalar el camino de la autocuración a la gente azuzada por el sufrimiento mental. Hay cuatro vertientes: el yoga ancestral, la psiconergética, la interpretación del “yo” y la reeducación postural física. La información está en www.centronagual.es

Por último, ¿qué proyectos tiene a la vista?

M.A.: No tengo ningún proyecto más que el disfrutar de la divertida comedia en la que tengo la suerte de trabajar.

Meses después al inicio de esta conversación, que por motivos de agenda del actor tuvo que realizarse mediante correo electrónico, salió a la luz la noticia de que Ang Lee (Brokeback Mountain) se responsabilizaría de la adaptación cinematográfica que el intérprete defendía en el Real Cinema. Su elección para el proyecto se inscribe con facilidad en la trayectoria de un director que siempre ha cuestionado la noción de conformidad en la sociedad actual, y sobre las insatisfacciones emocionales de sus miembros. En ese sentido, Un pequeño juego sin consecuencias a pesar de su apariencia de vodevil encubre una diatriba contra precisamente ese conservadurismo, y que quizás de manera involuntaria se simbolice en la clase de género teatral escogido. La comedia de la vida sigue ofreciendo su oscuro reverso…

viernes, 28 de diciembre de 2007

La larga cena de navidad

LA LARGA CENA DE NAVIDAD
La vida según Pastor
Por Alejandro Cabranes Rubio

La larga cena de navidad, pieza de Thornton Wilder (autor conocido por muchos sobre todo gracias al destrozo que llevo a cabo Barbra Streisand y Gene Kelly de una de sus obras: Hello Dolly), lleva representándose en la Sala Guindalera navidad tras navidad… El tiempo parece haber quedado suspendido, y sin embargo pocos directores en la escena madrileña han indagado más sobre el paso de los años que Juan Pastor. Con la salvedad de su montaje sobre Odio a Hamlet –donde fue fiel así mismo en otro formato-, todos los trabajos exhibidos en 2007 manifiestan cómo el tiempo repercute sobre las personas, más moralmente que físicamente; que también como certifica En torno a la gaviota, su excepcional aproximación de Chéjov en la que retrataba a unos personajes malheridos por la arbitrariedad de los hombres, verdugos de vidas ajenas y víctimas de las suyas propias. No sorprende por tanto que los protagonistas de su último trabajo, El juego de Yalta, lleguen a dudar de la autenticidad de sus experiencias idílicas –pensando en ellas como si fuesen productos de la imaginación-, pagando un precio moral a cambio de unos momentos de felicidad. De todas esas indagaciones sobre las repercusiones emocionales del paso del tiempo la que contiene los apuntes más sustanciosos al respecto es Traición (Harold Pinter), articulada en sucesivos flash back que vienen a corroborar que la única manera de recuperar la inocencia perdida es viajar literalmente a los orígenes de los problemas…

Precisamente Juan Pastor al reestrenar La larga cena de navidad en el fondo se propone dos cosas: a) regresar a los orígenes de la trayectoria vital de Guindalera antes de la introducción de un nuevo director en la sala (Peter Book estrenará allí Munich Atenas), cerrando inconscientemente un círculo perfecto; b) efectuar en esa despedida (paréntesis) un perfecto compendio de todo lo expuesto por él. En ese sentido llama la atención que la pieza escogida reproduzca toda una trayectoria vital y resuma la existencia de una familia, un poco como haría muchos años después el escritor John Irving en El mundo según Garp. En ella el autor de Oración por Owen describía a todos los seres humanos como “casos perdidos” abocados a una muerte inevitable –asumida con naturalidad- tras una vida plagada de pequeñas alegrías y sufrimientos que afloran sus profundas contradicciones.

El peso del recuerdo de la gente que nos dejó hace tiempo en La larga cena de navidad sólo acentúa sus propias derrotas vitales: los desencuentros generacionales que imposibilitan el perdón y cualquier vínculo; sociedades opresoras que impiden el desarrollo de la propia personalidad; la consecución de compromisos discutibles que desembocan en tragedias evitables; la pérdida del compromiso afectivo que vincula tanto a parejas como a padres e hijos… Sólo los personajes que defienden su dignidad (el tema que más veces ha explorado Pastor) al escapar de esas múltiples cenas de navidad cada vez más tristes, como Leonor (Cristina Palomo) que acude al encuentro de su hija Lucía (Iria Márquez) recobrando su alma herida, son aquellos que no vemos morir en escena; si bien esa huida a veces se deba a ciertos fracasos emocionales.

En este punto es imposible dejar de evocar el maravilloso cuento -publicado en 1914- de James Joyce Dublineses, en el que un personaje descubre que en todo su matrimonio ha planeado el recuerdo de otro hombre muerto; y que cada vez es más consciente del fin de sus días, empezando por la próxima mortalidad de sus tías. La muerte tanto allí como en La larga cena de navidad no supone el cierre definitivo de una etapa (un poco a la manera de la película de Olivier Assayas Finales de agosto, principios de septiembre o del extraordinario filme de François Ozon Bajo la arena) sino un renglón seguido de una trayectoria en la que se alternan los óbitos con la llegada de nuevos familiares. Los sentimientos de incredulidad y de pérdida de identidad ante los cambios se heredan de generación en generación. La alegría que reportan los momentos fortuitos se suceden con la transmisión de legados antes de dejar este mundo, como el de Lucia (Ana Miranda), que aconseja a su hija Genoveva (María Pastor) apostar firmemente por su carrera musical.

Esta dualidad de sentimientos encontrados demanda una puesta en escena caracterizada por la organicidad; una representación en la que el fluir del tiempo transpire sin brusquedad gracias a su desnudez formal. La vida (la llegada de los bebés) queda íntimamente relacionada con un extremo de la sala, y la muerte con el otro, desde donde se escuchan unos villancicos que preludian cada despedida. Hay momentos en los cuales el adiós coincide con la indiferencia de algún personaje ajeno a todo, como el egoísta Tino (Raúl Fernández) que ni se inmuta ante determinadas pérdidas (contraste que, huelga decirlo, viene afianzado por la iluminación). Me parece particularmente memorables algunos parajes: la muerte del bebé enfermo de Leonor (simbolizado con el viaje de su cochecito de un extremo a otro de la tabla); el alistamiento del hijo de Tino, Samuel (Antonio Velasco), en la que la interrupción brusca del villancico insinúa qué su vida se truncará súbitamente (de nuevo no puedo evitar recordar otro precedente literario: Un hijo en el frente de Edith Wharton); la pelea entre el hermano de Samuel (Roberto: Andrés Rus) y su padre reforzada por la disposición de ambos en sendos extremos de una mesa; el alumbramiento del hogar a cargo de la nodriza (Teresa Valentín), quien apaga una vela (cuya luz se ampliará con el encendido consecutivo de los focos); ese delicado momento que demuestra la maestría de Pastor como director de actores en el que tanto Tino como una tía solterona (Elisa: Victoria del Vera) se sienten indispuestos… El director hace partícipe al público de determinados estadios anímicos de tal manera que cada desaparición va dejando un nudo en la garganta a los espectadores, a los que nunca manipula emocionalmente. La idea de un mundo en descomposición, tan chejoviana, se transmite sin estridencias. Y sin embargo conmueve, como cuando reúne a todas las figuras evocadas en las cenas navideñas tras una gasa donde entonan significativamente Swing Low, Sweet Chariot.

Unos intérpretes en estado de gracia contribuyen de nuevo sobremanera a que esas tragedias y comedias sean perfectamente reconocibles. Carmen Sánchez sabe sacar partido de su pequeña intervención para demostrar cómo se puede interpretar a personajes ancianos sin caer en la caricatura. Victoria dal Vera compone una tía solterona en una composición nada paródica, con sus pequeñas aficiones (las lecturas dramatizadas), inconsciente de su intromisión en el hogar. Cristina Paloma expresa el dolor de una madre masacrada por la pérdida temprana de dos de sus hijos, así como su lucha interna para cicatrizar sus heridas. Iria Márquez contagia la ilusión de participar en esa cena de navidad que supone su presentación en sociedad. Antonio Velasco representa la candidez de una juventud que perderá la inocencia de golpe gracias al impacto de las balas. Ana Miranda sabe explotar a fondo ese lado maternal tan característico suyo, regalándonos una composición conmovedora. Andrés Rus –que en Traición ya demostraba saber sacar petróleo de personajes sin propia personalidad- imprime la rebeldía, furia de una generación que se siente subyugada y juzgada por sus progenitores; sin que esa rabia le haga incurrir en ningún exceso. Raúl Fernández demuestra su versatilidad en su personaje para la compañía más odioso: encarna a esos pioneros que consiguieron fortuna con el sudor diario, y que no supieron entender la evolución de la sociedad en la que vivían. María Pastor de nuevo sabe modular la transformación de un personaje, que se siente cada vez más ajeno a sus raíces y a la que la vida ha terminado por decepcionarla. Alex Tormo, en un papel en las antípodas del bondadoso profesor de En torno a la gaviota –donde su forma de andar acentuaba la pesadumbre de un personaje que se sabía no querido- y del mezquino Robert de Traición (donde gradualmente “despojaba” de elementos a su composición), da vida al extrovertido Tío Lucas: resulta admirable cómo transmite sus ganas de disfrutar de unos puros; cómo recalca su ímpetu para hacer cariñitos a los recién nacidos.

De todas las prestaciones actorales hay dos particularmente significativas: Teresa Valentín y Juan Pastor, los miembros fundadores de Guindalera, abren la función. Si en En torno a la gaviota, Pastor completaba su propio montaje y comentaba los entreactos, aquí su participación directa sólo se puede entender como una muestra de su total implicación con la sala -su proyecto vital-; no sólo demostrando su valía como intérprete, sino su ímpetu para defender un teatro que hable sobre nuestra manera de relacionarnos con los demás y con la sociedad; que trate de las cosas que más nos afectan sin traicionar sus esencias. Gracias a su sinceridad y su rigor, hoy por hoy, Guindalera ha dejado en muchos aspectos de ser “ese teatro minoritario”; sino una apuesta que cada vez resuena más en los medios. Por poseer una personalidad propia. Por no incurrir ni en el anquilosamiento expresivo ni en las bromas coyunturales de la posmodernidad. Por recuperar el sentido más noble del oficio, con un humor en absoluto frívolo. Porque en su gran –pequeño- teatro del mundo se encuentra la vida. Guindalera simboliza un poderoso rayo de esperanza en estos tiempos grises para la educación. Las obras escogidas afrontan directamente el paso del tiempo, las heridas y cicatrices que este nos reporta invariablemente; nuestra lucha para no quedar atrapados en él, en la corriente de la mediocridad. Navidad tras navidad, Guindalera nos hará sentir que ese tiempo avanza tenuemente en compañía de varios de los actores mejor preparados que uno pueda encontrarse (a esos nombres hay que sumar otros ausentes en este montaje: Ana Alonso, Josep Albert, Bruno Ciordia, Elia Muñoz y un largo etcétera). Han ocupado una plaza única en la capital. Han construido un hogar donde la cultura recupera su condición de tal. El manjar que hoy nos regalan es una muestra más. Y por ello La larga cena de navidad se reestrenará año tras año. Convocatoria tras convocatoria, nos reuniremos allí para recordar que otra clase de legado para las nuevas generaciones es posible. Ojalá por mucho tiempo podamos acudir a cada fiesta para así dar vida al panorama teatral, impidiendo su muerte.

miércoles, 26 de diciembre de 2007

Jordi Padrosa

ENTREVISTA: JORDI PADROSA
Por Alejandro Cabranes Rubio
Jordi Padrosa (1979) es un actor catalán cuyo rostro empezó a resultar familiar para el gran público a raíz de una intervención en Cuéntame cómo pasó, y en la que daba vida a Lluis Llach. Desde entonces ha rodado películas como Salvador (2005) y trabajado en series como Amar en tiempos revueltos, donde encarna a Jesús Menéndez, un estudiante de derecho que comparte confidencias con Alicia Peña (Sara Casasnovas). El actor evoca sus inicios para el blog...
Jordi Padrosa.: Yo me encontré con el teatro en una asignatura optativa de 3º de BUP. No tenía nada claro a qué dedicarme, o que estudiar después, y en esa clase montamos La boda de los pequeños burgueses, de Brecht. La sensación fue tan impresionante que decidí intentar convertir eso tan bonito que me había sucedido en mi modo de vida, y aquí estoy, intentándolo.
¿Hasta qué punto cree que las escuelas de formación “preparan” al actor?
J.P.: Yo creo que sólo hay dos formas de aprender, si alguien te enseña, o trabajando, que es cuando aprendes más, aún así, creo que la base que te puede proporcionar una buena escuela es indispensable.
¿Qué le pueden ofrecer al intérprete?
J.P.: Las herramientas necesarias para desempeñar bien su trabajo.
¿Dónde cree que se separa la línea entre la preparación y la necesidad de engordar el currículo?
J.P.:Bueno, no estoy seguro de que antes de llamarte para una prueba se fijen en dónde has estudiado. Deberían hacerlo, pero importan más los trabajos anteriores que los estudios. Yo, personalmente no conozco a ningún actor que “engorde” el apartado de cursos realizados, pero sí el de trabajos.
¿Considera abusivas las tarifas de las academias o por el contrario una buena inversión para obtener trabajo?
J.P.: Son abusivas, desde luego, pero al mismo tiempo son una buena inversión, se trata de elegir bien, porque es verdad que hay sitios muy poco recomendables, pero hay otros estupendos.
¿Qué recuerdos guarda de sus años de aprendizaje?
J.P.:Pues como en cualquier aprendizaje, son recuerdos llenos de ilusión, donde cada día descubría algo nuevo, y, para huir del tópico, algunas veces me emborrachaba.
¿Está de acuerdo con los planes de estudio que obligan al alumno a decantarse o bien “para hablar bien” o “moverse?
J.P.:En principio sí, porque la formación que necesita un actor de gesto es muy distinta a la de uno de texto, pero al final ambas disciplina suelen estar más cerca de lo que nos hacen creer en la escuela, y en las propias muestras hay actores de gestual en obras textuales y viceversa.
¿Cree que unos mayores vínculos entre las escuelas y el mercado laboral, o por el contrario esta opción borraría del mapa artístico a muchos actores con un poder adquisitivo precario para pagar las facturas de las matrículas?
J.P.:Creo que existen escuelas muy recomendables en centros cívicos e incluso en algunas casas ocupas cuyas tarifas son totalmente asequibles cuando no gratuitas. Hoy día es posible estudiar teatro sin necesitar grandes inversiones económicas. Y sí, estaría muy bien que las personas encargadas de contratar a actores, ya sean directores de casting o directores a secas, de vez en cuando hicieran batidas por las diferentes escuelas. Cuando yo estudiaba, a veces sucedía. Jamás te daban un papel importante, pero esa línea o dos que te tocaba decir sabían a gloria, y te permitían por un momento descubrir en qué consistía lo de ser actor profesional.
¿Cree que la profesión en líneas generales conoce la historia del teatro en las condiciones que debería? . En caso negativo, ¿considera que la mayoría de los actores están preparados para encarar papeles escritos en siglos anteriores?
J.P.: No, la verdad es que no, pero no sólo por la falta de conocimientos sobre la historia del teatro, también porque es un teatro muy difícil, lejos del naturalismo al que estamos acostumbrados, y muchas veces en verso, que para mí, es una de las disciplinas más complicadas.
¿Qué aspectos merecen destacarse positivamente del mercado teatral actual?
J.P.:Bueno, quizá lo más positivo sea lo referente a la parte artística del mercado. Es decir, hay mucha gente con talento, tanto en los elencos como en los apartados técnicos, con muchas inquietudes y muchas ganas. El problema es que la estructura en la que se debería sustentar ese talento es muy precaria.
Cómo catalán, ¿podría explicarme porque los circuitos comerciales están diseñados de tal forma que las compañías de carácter autonómico llegan raramente a Madrid, si es que llegan?
J.P.:La verdad es que no creo que pueda contestar a esa pregunta de un modo satisfactorio. Quizá eso sea una pregunta para un programador o un político de área cultural. Supongo que se deberá, como casi todo, a criterios políticos y económicos.
¿Qué consecuencias acarrean esta realidad?
J.P.: La más inmediata es la privación de disfrutar de espectáculos muy recomendables por el simple hecho de no pertenecer a la misma comunidad autónoma donde uno vive, y es una pena.
¿Cree que existe cierto debate cultural en torno al teatro?
J.P.: Sí, pero en ámbitos minoritarios. A veces parte de ese debate aparece en algún telediario y consigue trascender hasta llegar a la calle, como en el caso del teatro Albéniz de Madrid, pero no es lo habitual.
¿Deberían coexistir un teatro a la clásica y otro más moderno, superponerse uno sobre el otro o contagiarse sus virtudes para acabar con sus propias insuficiencias de uno y de otro?
J.P.: Yo creo que una coexistencia bien entendida permitiría la retroalimentación de la que hablas. Lo de superponerse uno a otro no lo veo tan claro, porque creo que es necesaria una política medianamente purista con el teatro clásico, sobretodo con los textos, dotados de tanta variedad y tanta riqueza que las modificaciones en pos de una modernidad mal entendida es muchas veces una equivocación. Es como si a un buen solomillo lo embarras cocinándolo con salsa de tomate.
¿Qué opinión le merece la política cultural de la comunidad de Madrid en relación al de la generalitat?
J.P.: Menuda pregunta. Quizá en Catalunya priman criterios más conservaduristas, que, pese a que algunas veces tienen connotaciones negativas, sí permiten que se trate al legado cultural y al patrimonio de una forma mucho más respetuosa de lo que lo está haciendo el gobierno de Esperanza Aguirre. Lo del teatro Albéniz es un esperpento deleznable, que reafirma una vez más que para este gobierno autonómico es mucho más importante el dinero que la riqueza cultural.
¿El panorama televisión adolece de los mismos problemas que el teatral, o se quedan agudizados?
J.P.: No creo que se pueda establecer una comparación entre los dos medios en ningún campo, ni en el artístico ni en el económico. Creo que los dos persiguen finalidades distintas, y la precariedad económica del ámbito teatral, principalmente provocada por las pocas ayudas institucionales, no tiene nada que ver con la televisión, donde el problema no es en absoluto económico. Para mí, el gran problema de la televisión en España es que muchas veces las decisiones finales de ámbito artístico recaen en personas muy poco dotadas para el arte.
¿Los modelos de ficción son los más adecuados para reflejar la realidad, con independencia de que haya muy buenos profesionales de diversas ramas trabajando en series?
J.P.: Sí, es obvio que la ficción se nutre de la realidad, desde la más naturalista a la más fantástica. De hecho, creo que cuando algo nos emociona dentro de la ficción, es porque reconocemos en ella a alguno de los millones de mecanismos con los que nos topamos día a día en nuestra realidad.
¿Las cadenas mantienen una buena política de producción? ¿Qué opinión le merecen el trato que dispensan a productos –sean buenos o no- que no han tenido buena audiencia? ¿Cree que falta sentido del riesgo en la profesión?
J.P.: Indudablemente. Estoy convencido de que, por poner un ejemplo, una serie tan tremendamente buena como Six Feet Under, de la HBO americana, en España jamás se habría rodado. Luego resulta que en E.E.U.U. es un gran éxito, y una cadena española la compra. Pero cuando dicha cadena descubre que la serie trata sobre una familia de enterradores se acojona, y la relega a la madrugada de los fines de semana. No se puede entender.
¿Hasta qué punto la invención del director de casting han podido, como aventuraba Eric Rohmer en una entrevista, ha generado un cierto tapón, contribuyendo a que determinados rostros aparezcan en todas las series?
J.P.: Bueno, es un poco un círculo vicioso. Cuando una cara vende todo el mundo la quiere en sus producciones porque el público la pide y esa tendencia hace que las cadenas pequen de conservadoras – una vez más – y haya rostros que se perpetúen en nuestras pantallas, pero no es un problema exclusivo de los directores de casting.
¿Qué aspectos positivos destacaría de la gestión de los directores de casting?
J.P.: Yo me he encontrado con directores de casting de todo tipo. Es verdad que los hay que parecen aborrecer la profesión y les da lo mismo ocho que ochenta, pero también los hay que adoran su trabajo y cuando haces una prueba con ellos disfrutas y te sientes valorado independientemente de que al final consigas el trabajo.
¿Debería establecerse un sistema de rotación de trabajo como en Francia?
J.P.: No sé si conozco suficientemente el sistema francés como para opinar de él, pero no estoy del todo seguro de que sea justo. Por una parte se aligeraría un poco el embotellamiento del que hablábamos antes y el paro no sería algo tan dramático, pero por otra, creo que sería difícil garantizar que trabajara el que más lo se lo merece. Aunque eso también pasa actualmente, no sé, es un tema muy peliagudo.
¿Echa de menos sentido del riesgo a la hora de apostar por caras nuevas?
J.P.: Por supuesto.
Se comenta que en determinadas series no han contratado actores por no haber tenido una experiencia profesional en televisión previa. ¿a qué atribuye esos comportamientos?
J.P.: Al conservadurismo de las cadenas una vez más. Es cierto que hay que entender que aparecer en una serie conlleva una responsabilidad hacia las personas que te han contratado y que sin experiencia previa es muy difícil demostrar que se tiene la capacidad necesaria, pero las pruebas deberían servir exactamente para eso.
¿Qué se podría aprender de las series estadounidenses?
J.P.: La verdad es que actualmente sigo varias series estadounidenses, y lo que más me gusta de ellas es precisamente el riesgo a la hora de escoger las temáticas tratadas. También creo que podríamos aprender algo sobre el planteamiento de su industria.
¿Cree que la televisión nacional a través de la ficción reivindica lo suficientemente la memoria histórica?
J.P.: No, y además, creo que se da una visión excesivamente edulcorada de lo que sucedió en aquellos años, como si no se quisiera molestar a nadie.
Lo preguntaba porque una de sus apariciones más recordadas en una serie fue en una serie de época, Cuéntame, en la qué interpretaba a Lluis Llach. ¿qué supuso para usted esa experiencia? ¿qué recuerdo guarda?
J.P.: Guardo un recuerdo muy grato, fue la primera vez que interpretaba alguien real, y además vivo, con lo que había una carga extra de responsabilidad. Me pasé tardes enteras aprendiéndome de memoria sus movimientos del concierto en el Olimpia de París, y intentando modular la voz al hablar como lo hace él.
Precisamente Lluis Llach se encargó de componer la banda sonora de la película más conocida en la que ha intervenido, Salvador. ¿Qué es lo qué más le atrajo del proyecto?
J.P.: Sinceramente, todo. Conocía la historia porque en Catalunya es un tema que siempre ha estado muy presente, me encanta Antártida (la película anterior de Manuel Huerga). Estar al lado de actorazos como Tristán Ulloa, Ingrid Rubio o el propio Daniel Brühl también era un agran aliciente. Además, les di un alegrón a mis padres, ellos vivieron muy de cerca todo lo sucedido, y les encantó la película.
¿Considera demasiado agudo el contraste establecido en la primera hora de proyección y la segunda?
J.P.: No, no creo que haya demasiada diferencia. Lo que sí te puedo decir es que de seis o siete horas rodadas, el metraje final se redujo a menos de dos, y un montaje así es muy difícil de llevar a cabo, de todas formas creo que el resultado final es excelente.
¿Qué le diría a aquellos que protestan ante la reivindicación de la familia de Puig Antich sobre el caso?
J.P.: Que se informaran, que se interesaran un poco más por lo que pasó en ese portal de Barcelona y por cómo se desarrolló todo el proceso judicial. La reivindicación de la familia Puig es perfectamente legítima y deseo con todas mis fuerzas que algún día consigan su propósito. Durante el rodaje tuvimos la suerte de conocer a las hermanas, y fue una de las experiencias más intensas de mi vida. Había días en el set que era difícil rodar por la emoción.
En la actualidad se emite otro papel suyo en otra ficción ambientada en el franquismo, Amar en tiempos revueltos. Descríbame a Jesús Menéndez.
J.P.: Jesús es un estudiante de provincias, un poco ingenuo, pero con las ideas muy claras, que esconde algún que otro secreto. Perdóname si no me extiendo más, pero hay cosas que el espectador tiene que descubrir capítulo a capítulo.
¿Qué condicionantes impulsan a Jesús a delatar al compañero?
J.P.: Bueno, digamos que no es un simple chivatazo, es una acción estudiada y premeditada que está muy lejos de ser algo puntual
¿Cómo preparó un personaje caracterizado por la ambigüedad, por la diferencia entre lo qué parece que piensa y hace con lo que realmente piensa y actúa?
J.P.: Pues como si se tratara de dos personas distintas, la verdad. Primero llevados los dos al extremo y después acercándolos poco a poco. Jesús es el personaje más complejo que he interpretado hasta la fecha, y estoy disfrutando mucho con él.
¿Su contacto con Alicia le hará replantearse ideas?
J.P.: No quiero avanzar demasiado, pero sí te diré que es un personaje que va cambiando con el paso de los días y los acontecimientos.
¿Cree que en la universidad actual los estudiantes son más comprometidos que en 1947, o más individualistas?
J.P.: Muchísimo más individualistas. De hecho, creo que hoy día los estudiantes universitarios organizados en sindicatos u organizaciones son una minoría frente a una masa que va por libre, y en esos años, aunque de forma clandestina, casi todos los estudiantes de izquierdas pertenecían a alguna organización.
¿Por qué una película como Las 13 rosas puede resultar a día de hoy molesta?
J.P.: Supongo que porque setenta años después todavía hay conciencias intranquilas al respecto de esa época.
¿Qué hay detrás de las acusaciones de remover la mierda?
J.P.: Esas mismas conciencias intranquilas, y sus mecanismos de defensa.
¿Son necesarias más propuestas de este tipo?
J.P.: Sí. Hay gente que dice que ya hay demasiadas películas sobre la Guerra Civil y la post -guerra, pero yo creo que todavía quedan muchas heridas por cerrar, y que seguir hablando de ello, a modo de terapia, ayudaría mucho.
¿Qué opinión le merece la cinematografía del país?
J.P.: El cine aquí es algo así como un hijo yonqui que quiere dejar la droga. Toda la familia intenta ayudar y el chico se esfuerza mucho, y a veces lo consigue de forma momentánea y entonces todo es perfecto, pero siempre hay recaídas.
¿Sabía que la academia intentó suprimir el Goya a los de los cortometrajes?
J.P.: Sí, por supuesto, de hecho firmé en contra de la medida en una recogida de firmas que puso en marcha la plataforma indignados.org. La verdad es que me parece un error terrible, la academia pone como excusa que busca que la ceremonia se desarrolle con más agilidad, pero no creo que sea esa la manera de conseguirlo.
¿Sabe que quieren quitar el Goya a la Película Europea? ¿Es un error o no?
J.P.: Sí. Por supuesto, creo que la única forma de hacer frente a la industria norteamericana es que la industria europea esté cada vez más unida, mediante coproducciones y este tipo de premios, que también existen en Francia o Inglaterra, y al suprimirlos lo único que fomentamos es desunión.
¿Algún proyecto a la vista?
J.P.: De momento estoy centrado en la serie, aunque estoy intentando mover un espectáculo teatral y otro musical de pequeño formato con algunos compañeros.

CUESTIONARIO
Una obra de teatro que haya visto este año, y le haya gustado
: Me encantó Mujeres soñaron caballos, de Daniel Veronese.
Películas extranjeras que le ha gustado este año: La vida de los otros me impresionó mucho, también disfruté con Breaking and entering, de Minghella, y Promesas del este, de Cronenberg.
Directores de cine (muertos y vivos): Uf. Tantos y tan distintos… Truffaut, Berlanga, Ettore Scola, Scorsese, Haneke, Kubrick, Lynch, Mike Leigh, Sam Mendes, Carlos Sorín, Paul Thomas Anderson, Ioseliani, Buñuel, David Fincher, Fellini, Kim ki duk, Kusturica, Kar Wai Wong...
Clase de música: Disfruto lo mismo un disco de Miles Davis que la electrónica de Richard D. James, pasando por grupos como TV on the Radio y Headphones o solistas como Beirut o Elliott Smith. Supongo que en cuestión de música también soy bastante ecléctico.
Libros: cualquier cosa de Roberto Bolaño, Haruki Murakami o Cormac MacCarthy.
Actores y actrices españoles favoritos: por decir sólo algunos… Eduard Fernández, Ernesto Alterio, Javier Bardem, y Tristán Ulloa por un lado, y Victoria Abril, Adriana Ozores y Elvira Mínguez por el otro.
Actores y actrices españoles a reivindicar (jóvenes y mayores, y que sean menos conocidos para el gran público). De los de mi edad me gustan mucho Raúl Arévalo y Ana Villa, que está conmigo en la serie, y de los mayores siempre me han alucinado José Luis Gómez y Montserrat Carulla.

lunes, 24 de diciembre de 2007

Cartas desde Iwo Jima

CARTAS DESDE IWO JIMA
Letras desde el infierno
Por Alejandro Cabranes Rubio

En las primeras imágenes de Cartas desde Iwo Jima, unos arqueólogos se sumergen en una cueva donde se guarecían los soldados japoneses durante la batalla de Iwo Jima. Desde esta manera, Clint Eastwood recrea el mito de la caverna para, como uno de los hombres evocados por Platón, vislumbrar esas vidas sesgadas a través de las sombras proyectadas en el interior. Se sirve para ello de las cartas de los fallecidos en combate, deconstruyendo su experiencia. El realizador desembarca en un pasado ominoso y hurga en la herida de un conjunto de individuos destinados en una misión suicida, conscientes de servir en una guerra absurda. Con su pluma cargada de tinta, Cartas desde Iwo Jima fecha la hora precisa del fin de un mundo en destrucción, tan enloquecido como el actual. Un lugar en el que el enemigo puede mostrarse tan cruel y sufrir tanto como ellos mismos, aguardando una solución rápida del conflicto que viven con escepticismo. Una lucha en la que los soldados se entregan como prisioneros con una bandera blanca para poder salvarse. Clint Eastwood escribe la historia de la derrota de aquellos que no se podían permitir un rasgo de humanidad y que actuaban guiados por un discutible sentido del honor. Y de esa forma nos entrega un documento que surca las trincheras del odio y sin la razón; una carta que denuncia a los gobiernos que obligan al alistamiento de unos hombres despojados de sus familias. Los protagonistas del filme, como el Henry de la novela de Stephen Crane El rojo emblema del valor, desertan de un mañana sin solución en el que sólo se pueden encontrar más cuerpos apilados tras la batalla. Como los personajes de Sin perdón, construyen su historia en hogares sin techos. Y cómo todos los de Clint Eastwood ven cómo los mundos perfectos concluyen en una infancia marcada por un sentimiento de orfandad.

Con una caligrafía visual inmaculada, la cámara del realizador traslada ese sentimiento de desesperanza a imágenes muy precisas y sencillas. Pienso en el travelling que se cierra en un fundido en negro, marcando el fin de la era; o en el salto de eje que deja al Soldado Saigo (Kazuniri Ninomiya) desplazado de su propio lugar en la historia. Con esos recursos la puesta es escena adquiere un talante tan amenazador como la figura recortada del soldado yanqui que empuña su fusil. Así sucede, por ejemplo, en las limpias panorámicas que muestran el avance de las naves aliadas, removiendo un mar en cuya orilla también termina la vida de los combatientes. O en el asesinato, en fuera de campo, de un pobre perro. Así pues podríamos decir que Cartas desde Iwo Jima, cinta crepuscular como pocas, priva de protección a sus protagonistas; tal como ocurre en el momento en el que los últimos supervivientes quedan envueltos por unos árboles sin hojas, sacudidos por el mismo viento que los azota, dejándolos tan indefensos como sus copas.

Pero hay más. Esa puesta en escena inquietante poco a poco adquiere tintes terroríficos, recreando el horror, simbolizado en el plano en picado que muestra los restos de un caballo que un oficial compró tiempo atrás y que no pudo resistir la metralla… Resulta imposible dejar de evocar secuencias tan espeluznantes cómo en la que un batallón procede a un suicidio colectivo…mientras una panorámica relaciona sus muertes con sus fotografías ensangrentadas. O la que recrea el suicidio del General Tadamichi (un Ken Watanabe bastante mejor que en Memorias de una geisha), cuya determinación queda resaltada con un escueto plano de su pistola: un regalo que le ofrecieron en América. Para Eastwood, parte del dolor padecido se encuentra en los anhelos hacia una vida que se dejó atrás, acentuando las contradicciones de sus personajes. Una bonita idea de puesta en escena remarca la idea: el General dibuja parajes de su estancia en Estados Unidos mientras Eastwood encadena sus trazos con la filmación directa de sus recuerdos, como los de aquella noche en el que una pareja amiga le preguntó qué haría si Japón entraba en guerra con su país…. Con tal nimios elementos narrativos, Eastwood expresa la voluntad de revivir el pasado. En la preservación de esa memoria, nos susurra Eastwood, se encuentra el único camino para tomar conciencia de nuestra identidad, mientras su película se convierte en una terrible misiva sobre una colectividad empeñada en automutilarse y que vuelve sobre sus propios pasos. Si para el Paul Verhoeven de la espléndida El libro negro los conflictos y los odios no finalizan en el día de la liberación, para Eastwood la única salida al callejón consiste en aprender a fingir… Shohei Imamura en la no menos magnífica Doctor Akagi convertía a la hepatitis en una metáfora de la terrible enfermedad que padece el mundo actual. Y Clint Eastwood lo observa desde sus propias raíces, regresando a las cavernas, desde donde halla los orígenes de la crueldad. Y nos regala una obra maestra.

La casa de tus sueños

LA CASA DE TUS SUEÑOS
Cosas que hacen que la vida valga la pena
Por Alejandro Cabranes Rubio

De aquí a unos años una determinada crítica se ha encargado de bendecir a todo cine europeo que se precie ya que sin excepción cualquier película de este continente será intelectualmente más inquieta que una estadounidense. En el otro bando hay quien aboga por la universalización de la imagen bajo un único patrón. A la hora de afrontar el visionado de La casa de tus sueños se tiene una ocasión única para cotejar el sendero últimamente trazado por la comedia francesa…

Esta, dicen, se distingue por su tono crítico y su causticidad en contra de la comedia estadounidense que nos ha legado bodrios del calibre de Tienes un e-mail, Mejor…imposible, Nueve meses, por no poner demasiados ejemplos (la lista sería verdaderamente eterna). El planteamiento de La casa de tus sueños arraiga raíces en esa herencia más crítica. La insolidaridad, el fascismo en el trabajo, la nefasta prestación de los bancos, la especulación con la vivienda, el gusto por la chapuza, la traición, los ridículos ideales burgueses que llevan a complicar la vida más de lo necesario, los estúpidos condicionantes que determinan los compartimientos son sólo alguno de los temas convocados, todos muy queridos por otros cultivadores del género como Francis Veber.

Pero...a la hora de la verdad La casa de tus sueños propone un elogio de la felicidad conyugal, la generosidad, y hacia aquellas pequeñas cosas que hacen que la vida valga la pena… El trazo progresista de la película, como en Mifune –ejemplo paradigmático de la comedia europea de los últimos años-, se diluye a favor de un discurso bastante conservador, tan autocomplaciente como el que destilan otras producciones de Claude Berri. Las similitudes con la (peor) comedia made in USA no concluye allí: sus formas cinematográficas devienen igual de formularias con los presumibles montajes de efecto irónico; el humor tan evidente como ramplón desplaza a la ironía, y el resultado se parece a ratos a una especie de Esta casa es una ruina versión parisina. Sólo el trabajo de los actores (empezando por el de su protagonista y director, Dany Boon) impide que el tedio se apodere de la proyección, sin evitar que los resultados sean penosos. Eso sí no habrá quien no olvide rociar a la película con agua bendita.

domingo, 23 de diciembre de 2007

Babel

BABEL
Multiculturalismo versus pluriculturalismo
Por Alejandro Cabranes Rubio

Relata el Génesis la historia de los hombres que deseaban alcanzar el cielo construyendo una torre, pero fracasaron por la intervención de Yahvé, quien los dividió a través del estallido de lenguas distintas. Alejandro González Iñárritu y el guionista Guillermo Arriaga en plena era Windows excavan sobre los restos arqueológicos que allí quedaron. El fracaso de los individuos llevó aparejada el nacimiento de un pluriculturalismo excluyente en prejuicio del multiculturalismo integrador. Babel nos habla con cierto sentimiento de pérdida de sociedades acorraladas, deportadas de su lugar en la tierra; mal heridas por un sol que abrasa con sus fustigadores rayos a quien se interponga en su camino. Como en 21 gramos ambos artistas indagan en la incomunicación y en la contradictoria convivencia familiar, capaz de colmarnos de felicidad y también de consumirnos. Babel dispara sus dardos contra la falta de humanidad, el fanatismo, llamando a la necesidad del encuentro personal. Su mira telescópica no fija un objetivo, sino que lo fragmenta en virtud de la disolución consumada que intenta reflejar este réquiem por todos los habitantes del planeta.

Quizás por todos estos motivos, la película sea saludada como la última obra maestra de la temporada al conjugar el discurso crítico con una supuesta innovación formal. Bien mirada, ni el primero está esbozado con profundidad alguna ni la segunda resulta tal, a pesar de que Guillermo Arriaga ha demostrado en menesteres anteriores (Los tres entierros de Melquiadades Estrada) su solidez artesanal y de que González Iñárritu es capaz de crear estados anímicos con la cámara. Prueba irrefutable de ello son sus siete candidaturas a los Oscar –que de por sí no desacreditan su posible valía- y que certifican hasta qué punto la cultura oficial ha asimilado y aceptado en su seno sus métodos audiovisuales. Con independencia de los posibles méritos que puedan tener las candidatas a esos galardones, lo cierto es que guste o no corroboran que Babel es una propuesta bastante más domesticada en sus planteamientos y resolución de que lo que pretende vendernos.

Ello de por sí no tendría nada de malo si su guión y realización estuviesen trenzados con un mínimo de rigor narrativo. Pero me temo no es el caso. En Babel González Iñárritu dirige la mirada a territorios internacionales con el fin de retratar la incomunicación entre individuos en apariencia diferente, pero que por mediación de Arriaga están destinados a repetir las mismas acciones por aquello de que “todos en el fondo somos iguales y universales”. Si el filme apunta a un mundo dividido en teoría, ¿cómo uniformiza su plasmación en imágenes a límites insostenibles? Mal que pese, Babel está poblada por individuos descritos de forma unidireccional, sujetos de una pieza cuya estupidez –con su excepción- los convierten en víctimas de aquellos que ostentan el poder, casi todos ellos fascistas sin remisión en nombre del mantenimiento del orden. El metraje gangrena de esta manera una musculatura dramática creíble y se apresura a coser las heridas del neoliberalismo con suturas en apariencia no consoladoras, pero estudiadas con detenimiento más endebles de lo que aparentan. Sólo así se explica que la película finalice con un zoom de retroceso que enmarca a un padre y una hija abrazados mientras surca las calles de Japón, intentando alcanzar el cielo… Miren por donde, lo que prometía ser un relato subversivo concluye con un conservadurismo atroz que se manifiesta –y es allí donde radica el auténtico problema de la película- de una manera cinematográfica inexpresiva, como también sucedía en Crash, otra película coral sobre las colisiones que se producen entre las personas y que agotaba sus recursos narrativos apenas transcurridos sus primeros diez minutos.

Si como hemos visto hasta este momento Babel propone un discurso en absoluto virulento y unos medios muy poco transgresores lo es porqué juega a una doble carta a lo largo de una duración excesiva, entrando en pleno conflicto consigo misma. El presunto aislamiento de los personajes en primeros planos no dice nada sobre su soledad ante el mundo. Sus fallos de raccord deliberados en diversas escenas -que tienen lugar en una boda, en una discoteca, en un autobús- se revelan como elecciones formales no asumidas. Su intención de adoptar una mirada documental se traduce en la filmación de imágenes que parecen auténticas postales para turistas que muestran terrenos rocosos o a unos niños marroquíes que siguen a los extranjeros que visitan su tierra. Babel desertiza su paisaje humano en beneficio del impacto fácil, y su grito enmudecido queda insonorizado por su ausencia de vigor y el desaprovechamiento de buenos actores. Y de esta manera González Iñárritu y Arriega ven su torre aplastada en el suelo y sus cimientos rotos; sin poder alcanzar el cielo.

sábado, 22 de diciembre de 2007

Promesas del este

PROMESAS DEL ESTE
Otra historia de violencia
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando David Cronemberg estrenó M.Butterfly (1993), se habló en su momento de cierta domesticación del estilo del director, bastante más accesible que en los tiempos de Videodrome o Inseparables. He aquí que el responsable de El almuerzo desnudo sorprendió a propios y extraños con Crash (no confundir con ese bluff que ganó el Oscar)… Desde entonces su cine ha vuelto a tener progresivamente una vocación comercial, sin perder un ápice de personalidad. La excelente Spider (2001), inquietante retrato de un esquizofrénico, y la no menos magnífica Una historia de violencia dan parte de su universo fílmico, poblado de violencia y sexo, conceptos que quedan intimimanete vinculados. En sus películas el impacto emocional que proporciona la visión una prostituta, o la manera de arrancar unas bragas son ante todo las expresiones materiales de una clase de estados mentales propios de sociedades donde el peso del pasado planea sobre el presente, tambaleándolo. Dicho de otra manera, aunque Una historia de violencia, se pueda emparentar fácilmente con las espléndidas Sin perdón (Clint Eastwood, 1992) o El ocaso del samurai (Yoyi Yamuda, 2002), además de realizar un implacable reflexión sobre las raíces de la violencia en el mundo post 11S, es ante todo un filme plenamente coherente con la personalidad de Cronemberg.

Promesas del este, su último filme estrenado, puede servir de compendio de su carrera por varios motivos y no sólo porque sus personajes se debaten entre sus deseos y la razón (tal como expresó acertadamente Antonio José Navarro en un artículo). De nuevo hay figuras siniestras como Semyon (un antológico Armin Muller Sthal), responsable de una violación y jefe de la mafia rusa en Londres. De nuevo hay seres débiles como el hijo de éste último, Kiril (un estupendo Vincent Cassel), marcado por la autoritaria figura paterna, y que se pasa el día borracho para reprimir su homosexualidad y su deseo carnal hacia su chofer, Nikolai (un Viggo Mortensen que lleva a cabo el mejor trabajo de su carrera). De nuevo hay testigos horrorizados como Anna (Naomi Watts, una de las mejores actrices de su generación), que no saben exactamente en qué creer cuando vela por una niña, cuya madre (Tatiana) murió en el parto tras ser sometida a un trato vejetario por Semyon. Todos fermentan sangre a su alrededor: Kirill ordena matar a un amigo de toda la vida por llamarle “maricón”; Nikolai se encarga de hacer desaparecer el cadáver… Todos luchan contra sus sentimientos: Semyon a pesar de ser un hombre terrible es capaz de hacer cualquier cosa por su hijo, quien le ha decepcionado una y otra vez; Kirill a las orillas del Támesis pugna contra su propia conciencia… Cronemberg junto a Mortensen en vez de repetir los logros de Una historia de violencia los rebasa, ya no tiñendo a las situaciones y personajes de esa ambigüedad, sino replanteando incluso sus conclusiones previas. Si en Una historia de violencia Mortensen encarnaba a un padre de familia “normal” que escondía un pasado terrorífico que envolvía a su familia en una oleada de terror, aquí aparentemente asume desde el primer momento la pose gangsteril para –al contrario- traer la paz a la comunidad….

No se me mal interprete, Promesas del este dista mucho de ser un producto amable y conciliador –al contrario la conflictividad de la urbe londinense engarza de pleno con la forma de pincelarla en Negocios ocultos, el anterior largometraje de su guionista, Steven Knight-, pese a su final relativamente feliz… Considerando la compleja red de relaciones que se establecen entre los personajes –y que repercuten las unas sobre las otras, y sobre las acciones que acometen los protagonistas-, o los inesperados matices con los que estos están descritos –y que no se limitan a ser meras acotaciones humanísticas, sino que devienen en factores determinantes en la resolución del relato-, no sería ninguna exageración considerar Promesas del este uno de los más densos retratos –y mejor trenzados- de la sociedad occidental actual.

David Cronemberg saca un óptimo partido a los materiales, no sólo por su manera frontal de filmar la violencia, sino por su talento para captar pequeños gestos (cf. Nikolai apaga un cigarrillo en su lengua; Kirill pone sus manos sobre las posaderas del chofer), generar tensión (cf. las conversaciones entre Anna y Semyon), y su sentido del detalle: el provecho del decorado en la secuencia en la que asesinan a un hombre frente a una tumba en la que estaba orinando; el travelling que conduce al coche donde se encuentra Nikolai espiando al tío de Anna; el otro travelling que se aleja del protagonista cuando está a punto de ser atacado en un baño turco; la resolución de la secuencia a la orilla del Támesis; la irrupción de Tatiana en un local donde se desploma; el plano en picado del diario de Tatiana calcinado; la brillante ejecución del bautismo de Nikolai dentro de la mafia rusa; o el travelling –tomado desde el punto de vista de Anne- que describe la casa de Semyon son algunos ejemplos destacados, que no los únicos. A falta de un segundo visionado –a ser posible sin un público que improvise “los comentarios sobre el filme” para la edición de DVD-, más sosegado, y que me permita un análisis más exhaustivo; Promesas del este se me antoja un filme excelente, en el que Cronemberg demuestra que la industria se ha amoldado a él y no al revés. Promesas del este es la obra de un lúcido analista sobre la pugna entre nuestros anhelos y nuestro sentido práctico; otro profundo relato sobre la naturaleza humana. Otra historia de violencia.

jueves, 20 de diciembre de 2007

El aguinaldo del Teatro Albeniz

EL AGUINALDO DEL ALBENIZ
Por Alejandro Cabranes Rubio

Jueves 20 de diciembre de 2007. Se aproximan ciertas fechas y la Plataforma del Albeniz no podía dejar de corresponder con el espíritu navideño. Eva Aladro y Beltrán Gambier –acompañados para la ocasión de la procuradora Mercedes Albi- nos han dado la paga extraordinaria. La cesta navideña en vez de incluir los tradicionales jamones de pata negra, y que reciben anualmente quintacolumnistas recompensados con prebendas a cambio de expresar opiniones concretas en determinados escritos, nos ha deparado una sorpresa: ni más ni menos que un recurso contencioso administrativo para impedir la demolición del teatro. En la ventanilla del Tribunal Superior de Justicia han depositado un suculento aguinaldo: un enésimo texto jurídico que será rechazado y que, no nos engañemos, servirá para ganar tiempo y decelerar lo inevitable.

En efecto, las acusaciones contra una personalidad pública –cuya escalada política se inició tiempo atrás y que agoraba el fin del teatro antes de que el Grupo Monteverde comprara el Albeniz-, la presidenta de la comunidad de Madrid, y los jueces que o bien retiraron la ley que protegía al local o desestimaron dos veces su condición de bien cultural –algo reservado a nuestra amiga “la vecinita”- carecían de toda fuerza probatoria. Había indicios, pruebas circunstanciales que en modo alguno demostraban la culpabilidad de los acusados. Que se sustituyese un viejo teatro por un centro comercial en pleno casco urbano madrileño no sorprendía: era una manifestación más de los tiempos. Que la ley se retirase poco tiempo antes de la operación de compra venta no indica nada. Que los planos del nuevo edificio los diseñase un familiar de una de las cabezas visibles de la Comunidad no implicaba necesariamente que hubiese comisiones y sobornos de por medio. Podría tratarse de un simple negocio, legítimo y sin visos de corrupción en él. Que como consecuencia del lucro se trasladase la vida cultural de la ciudad a la periferia, o que se viesen afectados a las pequeñas tiendas cuya clientela se veía atraída por el Albeniz, sólo podría interpretarse como daños colaterales en los que nuestros representantes políticos no tuvieran responsabilidad alguna. Menos nuestros periodistas que suponemos estaban más pendientes de cubrir un eructo de la infanta Leonor que de recalcar el fin de un centro histórico.

En tales circunstancias, no cabe más remedio que sobreseer el caso. No se han presentado documentación, pruebas inculpatorias novedosas y definitivas, ni se han pedido nuevas cosas: no hay argumentos de cuño reciente. Ninguno. Sólo habían siete gatos que violaban el derecho al honor (Artículo 18 del Título I de nuestra Constitución) de unos políticos y empresarios, a los que también denegaban el derecho de asociación (Artículo 22), amparándose en el supuesto de que estos habían ejercido con malos fines el derecho de reunión (Artículo 21) para repartir dividendos y dilapidar el derecho de libertad de expresión (Artículo 20) para aminorar la difusión de sus actividades mediante diversos frentes mediáticos. Sólo son supuestos de culpabilidad que van en contra de la presunción de inocencia. En vez de un recurso contencioso administrativo, podríamos exigir un habeas corpus para los demandados y una detención preventiva de los demandantes.

Con esos precedentes de una conducta innoble, basada en la mala fe, sólo cabe esperar una sentencia en firme ante este recurso contencioso administrativo: siglos de ignorancia, difusión de la incultura; proclamación de los grandes centros comerciales como base de la nueva política municipal en relación al turismo, milenios de mercantilismo y masificación de un mismo tipo de productos, homogenización en los consumos, y demolición de las reliquias obsoletas del pasado como el Albeniz. Condenados a lustros de antidemocratización de la cultura por culpa de la proliferación de núcleos de grupos de poder asociados entre sí; la población madrileña ya podía descansar de las enésimas danzas de Alicia Alonso y disponer de otro Corte Inglés a su alcance…

Deberíamos quemar el papel del recurso administrativo y depositar las cenizas en los zapatos donde se recogen los regalos de los Reyes de Oriente, que este año en vez de incienso traen globalización del lejano Occidente (Estados Unidos). Afortunadamente no son los únicos regalos. Donantes anónimos han subvencionado a la Plataforma para seguir luchando. Casi siete mil firmas de apoyo los amparan… Hay motivos para seguir. Aunque sea para estar allí el día de la destrucción del Teatro, porque tal vez entonces una vez quemada la aldea la podremos salvar. Y denunciar a las claras. Ese será nuestro aguinaldo. La Comunidad y el Ministerio de Cultura en cambio nos regalarán su pasividad y desidia. Y nosotros le seguiremos interponiendo recursos contenciosos administrativos. Como el de este Jueves 20 de diciembre.

miércoles, 19 de diciembre de 2007

Jueves 20 diciembre: Manifestación por el Caso Albeniz

EL JUEVES 20 DE DICIEMBRE, A LAS 12 HORAS, FRENTE AL TRIBUNAL SUPERIOR DE JUSTICIA DE MADRID, calle GENERAL CASTAÑO 1, PRESENTAREMOS ANTE LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN EL RECURSO CONTENCIOSO ADMINISTRATIVO Y ACTO SEGUIDO ANTE EL TRIBUNAL.NOS ACOMPAÑA LA PROCURADORA DOÑA MERCEDES ALBI, NUESTRO LETRADO BELTRÁN GAMBIER, Y POR FAVOR, TODOS LOS QUE QUERÁIS VENIR A HACERNOS COMPAÑÍA Y APOYAR ANTE LOS MEDIOS ESTE ACTO DE FUERZA PARA SALVAR UN TEATRO DE MADRID.¡¡¡¡¡OS ESPERAMOS!!!!!! PLATAFORMA DE AYUDA AL TEATRO ALBÉNIZ

sábado, 15 de diciembre de 2007

El juego de Yalta

Una radiante María Pastor

EL JUEGO DE YALTA
Vivir, tal vez soñar…
Por Alejandro Cabranes Rubio

El director teatral Juan Pastor nos brinda su nueva propuesta tras la reposición de En torno a la gaviota: otra pieza inspirada en Chéjov, esta vez un cuento (“La señora del perrito”), teatralizado por el traductor oficial del escritor, Brian Friel. De nuevo la implicación de Pastor vuelve a cobrar importancia en la representación: si en En torno a la gaviota lo hacía con su presencia física en la tabla, en El juego de Yalta su voz suena gracias a unos altavoces colocados en la sala. Pastor reclama la belleza de los pensamientos surgidos de la mente humana, y que pierden su honestidad cuando las personas empiezan a actuar. Los protagonistas de las obras dirigidas por él recobran la dignidad, ya sea fruto de una evolución (cf. Odio a Hamlet) o una involución (Traición se articulaba en flash backs que devolvían esa dignidad perdida de esos protagonistas). Todos ellos juegan y trazan relaciones que poco a poco van perdiendo esa pureza, esa sinceridad afectiva, ese compromiso. Frente a la entereza y hermosura que caracterizan esos pensamientos elevados, el teatro escogido por Juan Pastor opone esos ideales con su reverso, estableciendo una dialéctica entre ellos que se traduce en una encrucijada vital.

Esa dualidad emerge en El juego de Yalta. Sus protagonistas Gurov (José Maya) y Anna (María Pastor) viven su encuentro furtivo, una experiencia idílica y a la vez dolorosa: Anna podrá ser ella misma, dejar de ser la muñeca de su marido, pero lo hará a costa de traicionarle. Al revés que los Sonia y Andrei de Afterplay (otra obra de Friel que especula sobre el futuro de los personajes de Tio Vanya y Tres hermanas), Gurov y Anna aprovecharán la oportunidad que les ha dado la vida de conocerse en una ciudad llamada Yalta. Allá donde los primeros no asistían a la Ópera de Moscú, Gurov y Anna cumplen sus planes: contemplan unas cataratas, ven despedir un Ferry, disfrutan de los jardines de la ciudad, consuman su pasión. Se realizan como personas, viven su vida, pagando su propio precio.

Por tanto, no es difícil emparentar El juego de Yalta con la producción previa de Juan Pastor. Pero en esta ocasión esa bipolaridad (dignidad/corrupción) va afectando a diversos elementos de la representación como consecuencia de las características tanto del original como de la propia puesta en escena. En El juego de Yalta ambos conceptos se difuminan más que en Traición (por poner el ejemplo más evidente): la plenitud que acarrea la experiencia –mientras dura- frente al vacío y dolor que arrastra tras su fin. El desconcierto que nace a raíz de ella desatan la duda, la confusión que surge cuando se piensa si esa felicidad fue real o soñada: lo imaginario frente a lo verídico. ¿Anna existió alguna vez?, ¿y su perrita?, ¿y las cataratas? Es más, ¿hay algún lugar que se llame Yalta? Allá donde en Afterplay cada acto desmentía al anterior, en El juego de Yalta impera el principio de incertidumbre…

Hay en El juego de Yalta un cierto balanceo dramático que se aprecia no sólo en la vacilación de unos personajes que deben enfrentarse perplejos a sus propios sentimientos y experiencias, sino en la propia estructura de la obra: los encuentros y desencuentros quedan expresados en diversas escenas en las que uno de los dos personajes (Anna o Gurov) se dirigen a los personajes confesándose ante el público mientras el otro está solo en el otro extremo en la sala; para después volverse a juntar. A veces esos espacios geográficos diferentes quedan reforzados dramaticamente por tonalidades focales distintas, y que contrastan el estado anímico de los dos protagonistas: Anna echa a llorar en el hotel –incapaz de digerir lo que ha pasado- y la graduación de la luz la aparta emocionalmente de Gurov. A veces, por el contrario, la iluminación los acerca, como cuando Gurov ve brotar un rallo de esperanza, y en ese momento Anna sale de su rincón con su paraguas, rodeada de una aureola blanca que la proporciona un aire virginal; o como cuando visitan las cataratas (en el que el empleo de los focos y el sonido del agua cayendo refuerzan la intimidad del momento: no vemos las cataratas porque es una experiencia reservada para los propios personajes); o cuando una luz casi irreal los irradia de felicidad mientras una soprano canta, contagiando su alegría…

El júbilo que desprenden esos parajes corresponde a la descripción a un lugar y un tiempo pretérito en el que los personajes van escenificándose así mismos, recuperando de esta manera alguno de los recursos de En torno a la gaviota… Por eso Yalta no es más que una metáfora del gran teatro del mundo. Por una noche –la que le corresponda cada espectador que asista a una función en concreto- este se encuentra en la sala Guindalera. En ella cohabitan un conglomerado de personas que al principio de la obra quedan en off sonoro y visual, y que el desenlace su presencia quede más presente por el ruido que desprenden al hablar. Al inicio de la función su presencia quedaba más intuida porque todavía Gurov y Anna actúan en libertad (y hacen cosas muy similares al resto de la gente); pero al final se hacen corpóreos –vía auditiva- porque ya condicionan esas actuaciones. En otras palabras, El juego de Yalta también ofrece ciertas disquisiciones entre lo visible y lo invisible; lo material y lo inmaterial; conceptos que sólo se pueden poner en escena gracias al artificio dramático. No deja de ser consecuente en este sentido que al lado a ese decorado casi exento y figurativo (tan eficaz como siempre en Pastor) haya una pianista y cantante que toquen/entonen piezas, recordando a aquellos tiempos en los que se proyectaban películas mudas cuyas partituras se escuchaban gracias a la intermediación de un pianista en la sala: El juego de Yalta con tal elección formal remite a una época ya pasada, y genera un efecto distanciador. El mundo de teatro se contempla así mismo en busca de una mayor autenticidad. El director y los actores montan la función desde esa candidez formal, propia de quien se entrega a él con pasión y deja translucir el sudor del esfuerzo. Tal vez ese efecto cinematográfico no sea exclusivo de la realización de Pastor, ya que en Afterplay –en un montaje de Juan Carlos Plaza- una gasa separaba a los actores de su público a pesar de sentirlos al mismo tiempo cercanos, seres humanos reconocibles.

Sea como fuere, esa declaración de principios que supone admitir el carácter más artificial del teatro contribuye a que las elecciones formales se acepten y nos hagan partícipes de los sentimientos de los personajes. Cuando oímos el sonido de los barcos partiendo del muelle, vinculamos ese ruido a la emoción que embarga la llamada –o sonido- de la aventura. Cuando vemos que se desprende humo del tren que toma Anna –separándolo de Gurov-, compartimos con el protagonista masculino esa nebulosa que nos impide asimilar lo que ocurre –sus dudas, sus miedos-: cuando se evapora, por fin se despeja de alguna manera el pensamiento de Gurov. Cuando vemos al personaje lamentar la ausencia de Anna, la oscuridad que reina en la sala nos hace partícipe de su pérdida. Como cuando contemplamos a Anna con su falda negra en la que se detectan motivos geométricos: al inicio de la obra la habíamos conocido portando guantes blancos y alegres pañoletas…

Esa es la riqueza de los juegos escénicos que ofrece la obra. Gracias a ellos El juego de Yalta es la poderosa reivindicación de la dignidad de un teatro que nos habla sobre la ilusión y la tristeza, del carácter fortuito, y a la vez eterno de los pequeños (grandes) momentos de la existencia que quedan grabados para siempre en la memoria, en la identidad. Una María Pastor radiante y luminosa vuelve a expresar el paso de la inocencia a la madurez con su habitual precisión. Un extraordinario José Maya nos hace dudar, pensar, sentir con Gurov. Juguemos con ellos y así recuperaremos nuestros pensamientos elevados.

Orgullo y prejuicio


ORGULLO Y PREJUICIO
A propósito del cine literario
Por Alejandro Cabranes Rubio

Cuando en marzo de 1996 Emma Thompson recogió el Oscar al mejor guión adaptado, la actriz confesó a la audiencia que horas antes de la ceremonia visitó la tumba de la autora de la novela que había adaptado, Jane Austen, para contarle lo bien que le iba a la película inspirada en Sentido y sensibilidad. La academia premiaba sin duda el respeto a los clásicos, entendidos estos como una fuente exquisita a la que hay que venerar porque, reza el tópico, son universales. ¿Entonces el cine literario debe entenderse como un género en el cual importa más la profunda reverencia hacia el original qué cualquier relación más estrecha, menos baldía? Tal vez me equivoque, pero si una obra se fosiliza en el tiempo la despojas de su esencia, de su conexión con el momento en el que fue creada, de su razón de ser, de su sentido. Ilustrar con cada secuencia una idea de una pieza no equivale a construir un discurso, sino simplemente a perfilar su silueta. ¿Entonces por qué no dejamos de recurrir a esas novelas, a esas piezas teatrales? La erudición, la presunción de adquirir cultura al disfrutarlas en pantalla no justifica en nada tal opción.

Pero… ¿y si partimos de otras premisas; de otras voces, otros ámbitos? Sólo podremos emprender la adaptación en la medida que ese original afecte a nuestro ser, nos haga replantear nuestra propia relación con la sociedad. Milos Forman afrontó la excelente Valmont (1989) como una pieza en la que la muerte de su protagonista se equiparaba a la agonía de la individualidad en un mundo en el cual los regímenes totalitarios darían paso a la incierta globalización; como una película cuya exacta y moderna puesta en escena demostraba que la elegancia y la corrección no estaba reñida con la inspiración. James Ivory lograba uno de sus mejores trabajos en La copa dorada (2000), donde su discurso sobre las relaciones entre Estados Unidos y Europa, y sobre las nuevas formas de colonialismo, conocía expresiones visuales metafóricas y nada asépticas; desconcertantes en el autor que en Las bostonianas (1984) había eximido a Henry James de toda carga transgresora con una realización plana. Más recientemente Roman Polanski en su incomprendida y realmente magnífica Oliver Twist (2005) trazaba ciertas analogías entre su propia vida en la pobreza y la del huérfano creado por Dickens, aproximándose a las cotas alcanzadas por el autor en una extraordinaria muestra de cine-literario, Tess (1980); basada precisamente en el original del novelista (Thomas Hardy) que sirvió a Michael Winterbottom para emprender en El perdón (2000) una virulenta revisión sobre los orígenes de Estados Unidos que mezclaba con acierto clasicismo y modernidad. Autores como los mencionados arriba o el Terence Davies de la emocionante La casa de la alegría (2000), o el Michael Radford de la nada desdeñable El mercader de Venecia (2004) han demostrado con creces cómo se puede hacer un cine personal, intransferible, excitante partiendo de un legado previo que se han tomado la molestia de reinterpretar.



Las últimas películas inspiradas en la herencia de Jane Austen hasta el momento no habían colmado del todo las expectativas. Tanto Sentido y sensibilidad (1995) como Emma (1996) empleaban estrategias narrativas que en ocasiones sustituían esa fina ironía de la autora por un humor tremendamente enfático. Tampoco ni la una ni la otra conocían una formulación expresiva excesivamente brillante, si bien Ang Lee aportaba más apuntes visuales dignos de mención que Douglas McGrath. En ese sentido, el debutante Joe Wright intenta llamar más la atención que sus antecesores al buscar cierto equilibrio como Winterbottom entre modernidad y clasicismo, aunque a veces erre en sus opciones visuales.

Entre sus principales aciertos es su intento de describir a los personajes no sólo mediante sus parlamentos, sino de relacionarnos visualmente con el entorno en el que se mueven, por más que haya secuencias mal diseñadas. El retrato de Lizza Bennet (una Keira Knightley que a veces tiende a la mueca; aunque es capaz de resolver sus duelos con la impagable Judi Dench con cierta consistencia), una mujer que juzga precipitadamente a un joven arrogante, Darcy (Mathew Macfayden) por el mero hecho de su predisposición a descalificar a los de su clase –por lo que cree a ciegas a un oficial (Winckham: Ruppert Friend), sus palabras sobre la hipotética vileza del primero-, es sintomático al respecto. Por eso es una pena que no esté del todo conseguido ese perfil de una joven que aprenderá a discernir entre la verdad y la mentira; a descubrir la generosidad de Darcy frente a un Winckham ocioso que termina casándose con su hermana, la señorita Lydia Bennet (Jen Malone), una joven no menos vulgar. Darcy en ese transcurso de tiempo también diferenciará la entereza de Lizza y Jane Bennet (notable Rosamund Pike), prometida de su amigo Bingley (Simon Woods), de la profunda mediocridad de sus padres, encarnados por una Brenda Blethyn desatada y por un Donald Sutherland inconmensurable.

En fin, Orgullo y prejuicio podría haber sido una incisiva diatriba sobre una sociedad donde lejos de luchar contra las desigualdades se incentivan con el concurso de los arribistas de turno. Joe Wright se descubre como un adaptador que sabe distinguir sólo en algunas ocasiones entre los discursos literarios y los cinematográficos, tal como demuestra en la primera secuencia, en la que la cámara refleja una conversación vital entre los señores Bennet sobre la llegada de Bingley a la comunidad a través de los ventanales de la casa; declarándose un intruso que va a asistir a una representación en principio ajena a el mismo, en la que cada uno de los personajes representarán un rol según la ocasión, disfrazándose de alguna manera para el espectador.

El papel de Lizza remite a las heroínas decididas, vitales, inteligentes, con su espíritu propio, irónicas; pero cuya inocencia la lleva a engaños. Así los primeros planos de ella y de su hermana Jane compartiendo confidencias entre las sábanas de la cama otorgan no sólo un halo de intimidad necesario, sino, sobre todo, expresan esa alegría juvenil propia de quien todavía no ha madurado: la suculenta panorámica que va desde esa cama hasta el ventanal de la habitación, en dirección hacia la casa donde viven Bingley y Darcy, sugiere ese carácter todavía ensoñador de ambas jóvenes y que el contacto directo con los dos hombres hará desaparecer, tras un periodo de turbulencia que Wright visualiza a veces mejor que otras. Entre las primeras, destacar un notable empleo de la profundidad de campo en una secuencia en la que estos celebran una fiesta en la cual Darcy ofrece un comentario despectivo sobre Lizza sin saber que ella –situada a su espalda- le está escuchando: momento que casi compensa los innecesarios barridos que jalonan los instantes previos a esa revelación. Entre las segundas, menos afortunadas, destacar el plano con steady camp en el cual Lizza y la futura cuñada de Jane, Catherine Bingley (Kelly Reilly), profundamente enamorada de Darcy, pasean ante el último mencionado, rivalizando para llamar su atención. Poco después, Wright vuelve a tener una buena idea de puesta en escena relacionada con el proceso de maduración del personaje. Lizza será consciente de sus inadecuadas apreciaciones y así lo siente cuando una carta le demuestra cual injusta era respecto a Darcy, y la cámara desenfoca su rostro de manera mucho más acertada que la empleada por Paul Haggis en la cacareada Crash. Y ese complejo de culpa inspira el mejor momento de toda la película: la visita a una casa donde Lizza encuentra un busto de Darcy, que parece mirarla, condenándola.


Si Joe Wright hubiese mantenido el mismo nivel en toda la película, Orgullo y prejuicio sería magnífica, pues no sólo en esos instantes atesora una considerable solvencia, insisto, sino que además ostenta un tratamiento realista del decorado que hace recordar a las mejores películas de Franco Zeffirelli (Romeo y Julieta, La mujer indomable), e incluso sabe sustituir las largas cartas que jalonan la novela con imágenes que palian el posible desequilibrio de la obra, mal que afectaba a la rígida Emma. Ahora bien, su miedo a las transiciones bruscas y a los tiempos muertos se ha saldado, en cambio, con errores imperdonables. El primero al emplear un humor grueso cuando la ocasión no lo merecía, incidiendo demasiado en la profunda ignorancia de la señora Bennet y Lydia, con planos tan horrorosos como en el que la primera intenta convencer a un pretendiente que es rechazado por Lizza para que vuelva mientras unos gansos huyen despavoridos de tan horrible mujer. O qué decir de ese momento –inexistente en el libro-, en el cual Bingley y Darcy ensayan sus respectivas pedidas de matrimonio, uno de esas terribles secuencias presuntamente irónicas con los que el cine actual –no sólo el estadounidense- nos “recompensa” de tarde en tarde.

Ese humor –que nada tiene que ver con el malicioso del original- revierte en esa pérdida de densidad narrativa que pone en entredicho las intenciones críticas de la película: si al final de la novela el Señor Bennet declaraba que el preferido de sus yernos era Winckham, en Orgullo y prejuicio termina oyendo de Lizza toda la verdad sobre el mismo. El discurso sobre cómo los seres humanos en defensa de su propia imagen y su orgullo pierden la capacidad para ver las cosas con nitidez por culpa de ese prejuicio carece de la intensidad necesaria. A ello contribuye el hecho de que el proceso de maduración de la heroína, al revés que en la novela, se revela muy precipitada, al prescindir de los breves y fortuitos encuentros entre Darcy (narrados con un tono sonámbulo del que carece esta adaptación) y ella tras aclararse sus circunstancias vitales, o de la conversación entre esta última y Winckham, una vez casado con Lydia. Y es una verdadera lástima porque con esos materiales Wright podría haber ido a la tumba de Austen para revelarle cómo se puede adaptar sus novelas, sin enterrar sus capacidades subversivas.